Un fragmento traducido de 'Tom's Crossing', la nueva novela de Mark Z. Danielewski

El autor de 'House of leaves' vuelve con una novela monumental sobre dos amigos decididos a rescatar a dos caballos destinados al matadero.

Un fragmento traducido de 'Tom's Crossing', la nueva novela de Mark Z. Danielewski

Cuesta imaginar cómo tanto horror espantoso pudo empezar con solo esos dos caballos, ninguno de los cuales tenía nombre todavía, ambos a lo suyo aquella tarde de primavera cerca de las calles de los Árboles, husmeando restos de heno en la parte trasera del Paddock A, con el chiquillo nuevo también a lo suyo, sentadito muy quieto en el raíl de una valla y, al igual que los caballos, mordisqueando también una brizna de hierba.

La paz más absoluta.

Rayleen Roundy, oriunda de Orvop, con trenzas y aparato en sus días mozos, y todavía con trenzas en su vejez, intentaría una vez con sus pinturas captar aquel momento, antes de borrarlo con más dolor, más pintura, quiero decir, Clop-Clop-clip-Clop, esta vez probando con unos troncos apilados de olmo rojo, luego con ásteres, después intentando pintar un cielo invadido por las nubes, para al final perderlo todo en los fuegos del Tiempo. Pero si hubieras contemplado su obra y perdonado lo contrahechos que estaban los caballos, pues Rayleen no era ninguna gran artista, y desde luego no estaba para ecos homéricos ni para las consecuencias inalterables de armas insoportables ni para los peligrosos encantamientos de nueve puertas corrientes y molientes; si hubieras pasado por alto las perspectivas fallidas de aquel trozo de tierra polvorienta y maltratada cercado por una valla, pues bien, aun así habrías podido ver cómo atrapó con sus amorosas pinceladas la perezosa cadencia de la brisa fresca de aquella hora, y cómo en su composición sin sombras encontró una especie de calma sin presagios de la que todos nos consideraríamos afortunados de disfrutar, cuando los cuentos junto a la hoguera, por muy buenos que sean, no se atreven a interrumpir al sol, y a nadie se le pasan por la cabeza los Viajes de los Muertos.

En los años que siguieron, buena gente como Gil Stubbs y Anton Smiley; Amelia Beltran, por supuesto, la misma Amelia que se haría amiga de Rayleen para toda la vida; junto con Irene Wren, Courtney Resnick, Eldon McKennan, Craig Sandower, y desde luego Simon Bickette, se esforzarían con toda su alma por medio de sus oficios para preservar al menos la alegría, y si la palabra alegría se queda grande, entonces el puro placer ocioso de vivir, justo antes de que el futuro negligente, sin miramientos por la Astucia, la Ira, y mucho menos la Determinación, o ya puestos sin pensar en el Amor, la Belleza o la Justicia, lo devorara por completo: este momento, y solo este momento, de un simple chaval flacucho todavía sentado en el raíl de una valla, todavía disfrutando de la estampa de aquella yegua negra y aquel caballo castrado de color bayo, que a su vez también estaban disfrutando a su manera.

¿Qué podría haber mejor?

Y entonces apareció Lindsey Holt como una exhalación.

—¡Eh! —gritó, pero el chiquillo nuevo o no lo oyó o no le importó oírlo, porque siguió mirando fijamente a los caballos. —¡Eh, que te estoy hablando a ti! —volvió a gritar Lindsey, acortando a toda prisa la distancia que lo separaba del objeto de su furia.

El chiquillo nuevo al menos se dio la vuelta entonces.

—¡A mí no me hables! —bramó Lindsey al instante.

—Yo no he dicho nada —respondió finalmente el chiquillo.

—¡Ya lo has vuelto a hacer!

Y Lindsey, satisfecho con la lógica del asunto, arrancó al chiquillo de la valla de un tirón. Y luego, como si eso no fuera suficiente, se puso a patearlo.

Lindsey probablemente habría seguido dándole patadas, además, y habría causado un daño terrible a aquel joven indefenso y desconcertado, si no hubiera sido porque el mismísimo Tom Gatestone pasó por allí en ese preciso instante. No es que Tom hiciera gran cosa, aparte de pararse en seco en medio de un ataque de risa, que era como Tom se encontraba a menudo; no podía evitarlo, era capaz de reírse de prácticamente cualquier cosa, incluso cuando le llegó la hora de morir.

Las grandes orejas de Tom se pusieron de un rojo brillante y se desternilló con tantas ganas que enseguida se puso a toser, con alguna que otra arcada, lo suficiente como para tener que escarbar para sacarse la hoja de tabaco que tenía pegada en la encía, porque era eso o dejar de respirar.

Claro está, al ver a Tom Gatestone en semejante estado, Lindsey detuvo su alboroto de inmediato, y solo después de que el chiquillo nuevo se hubiera escabullido a toda prisa, Lindsey se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué era tan gracioso, momento en el que se le puso una cara de confusión que solo hizo que Tom se riera con más ganas, doblándose de nuevo por la mitad, porque, verás, Lindsey no era el más listo de los chavales, y esa expresión de desconcierto que ponía solo contribuía a hacer más evidente dicha afirmación.

Ahora bien, cabe señalar que reírse de Lindsey Holt no era una empresa exenta de riesgos. Para empezar, con lo que en aquellos lares se consideraba un nombre de chica, siendo esto Orvop, condado de Utah, en el año de nuestro Señor de 1982, o te hacías fuerte rápido o salías pitando para California. Por si fuera poco, y para complicarle muchísimo más las cosas al pobre Lindsey, en sus años mozos incluso parecía una chica, y una muy guapa además, hasta que aquella primera pelusilla en la barbilla acudió finalmente en su rescate; para entonces ya era fuerte como un novillo y con la misma mala uva que uno bien amarrado con una cincha en un cajón de rodeo de Bascom.

Cuando creció hasta casi igualar el tamaño de semejante bovino, y quizá solo para provocar a algún alma insensata a que se riera de su nombre o de sus rasgos delicados y justificar así la paliza decididamente poco delicada que vendría después, Lindsey se dejó el pelo rubio largo, a capas y desfilado, con la raya en medio, al estilo de una animadora como Nadeen Garriman, que a buen seguro copiaba a las animadoras de los Dallas Cowboys, o al menos a Cami Lark, o tal vez a una modelo de póster en bañador rojo. Lindsey pasaba casi una hora cada mañana para dejarse el pelo perfecto con el secador. Ayudaba que su hermana, Lara, fuera peluquera.

Tom, sin embargo, no le hizo ni caso a Lindsey, ni amainó sus risitas cuando le ofreció la mano al chiquillo nuevo, como Tom siempre hacía por las causas perdidas por las que no tenía por qué desviarse de su camino, porque lo que está perdido, perdido está, como su padre, Dallin Gatestone, siempre intentaba decirles a sus tres hijos afligidos por su nobleza, porque ninguna ayuda que un niño haya podido ofrecer ha cambiado jamás el resultado de este mundo, o eso intentaba dejar claro su querido padre, aunque sus hijos afligidos por su nobleza veían que solo lo decía por su bien, sin creerse del todo sus propias palabras.

—¿Lo conoces, Tom? —preguntó Lindsey, más que un poco sorprendido.

—No, de nada.

—Vaya. ¿Y qué demonios es tan gracioso entonces?

—¿Gracioso? No me hagas empezar otra vez, Lindsey. ¡Tú eres gracioso! ¡Vaya forma de dar patadas! ¡Parece que no sabes ni usar los pies! ¡Nunca he visto a nadie dar patadas así! ¡Caray, es que no sé ni cómo describirlo! Peor que mi hermana pequeña, y eso que lleva toda la vida hecha un lío intentando que las piernas le vayan en la misma dirección.